Con la emoción a flor de piel escribí un montón de sensaciones. Fue apenas me bajé del avión en el Aeroatelier de La Cumbre. Pude volar en un Virus SW100 con Andy Hediger, un crack de los deportes en el aire y creo que fue un golpe fuerte de la fortuna.
Fue durante el Artychoque, el evento que Cynar hizo en Córdoba el lunes 30 de octubre. Ahí paseamos, comimos y bebimos espléndidamente. Pero eso va en otro post 😉
Qué se siente pilotear un avión sobre las sierras
A un lado hay montañas, al otro hay llanuras. Pero desde arriba el Valle de Punilla es un dibujo divertido de colores, distintos tipos de verde y marrón; colorado y blanco, los techos de las casitas en La Cumbre, la punta amarilla de la aerosilla de Los Cocos.
Lo miro y parece pequeño. No hay una ruta 38 como ruta, hay un zigzagueante dibujo lleno de hormiguitas que se mueven. Son autos. Todo parece marchar despacio. Todo es distinto desde arriba, es cierto.
El azul inmóvil de una piscina y el negro movedizo de los ríos y arroyitos, como se ven desde arriba. Acordonado por piedras el río Pinto parece negro. Ahí está el borde filoso de Cuchi Corral donde los parapentidatas juegan con el viento (pero no esta tarde porque el viento sur no es favorable).
En el filo donde la montaña se termina está el dique El Cajón. Más allá, la huella de San Marcos Sierras y más, más lejos, Cruz del Eje y Villa de Soto. Girando la palanca a la derecha el avión deja ver un paisaje donde La Rioja, San Juan y mas allá San Luis casi no se distinguen y vuelven a dar noción de la redondez de la Tierra.
Otra vez girando sobre el joystick, la mano va hacia adelante o tira hacia atrás. Despacio, el movimiento es demasiado delicado. Tanto que el instructor, el maestro, empuja mi mano para darle más firmeza. No hay que tenerle tanto respeto, pienso. Pero le tengo. Me recuerda a la tensión con que hay que llevar la rienda de un caballo.
En ese momento no hay conciencia de la altura. O hay alguna parte del cerebro que es conciente y otra que no. Otra que está acostumbrándose a este ambiente y empieza a normalizar las distancias, las vibraciones, las pequeñas turbulencias y el sonido del aire. Acá no hay gritos, no hay teléfonos, no hay televisores ni radios.
De frente está el Cristo en la montaña y apunto hacia allá. Tuerzo con firmeza el control hacia la izquierda y el avión dobla. Siento que lo acompaño con el cuerpo, como con los caballos. De a poco aparece el paisaje conocido, el aeródromo, los barriletes como pequeños prapentes con sogas con que algunos todavía juegan. El sol ahora queda más lejos, se está escondiendo.
Y empezar a bajar. De costado, cortando el aire, deslizando de nuevo, suave, tan suave que no parece que estamos tan fuera de nuestro medio, tan lejos de la tierra. Y en pocos segundos las flores amarillas de la pista se ven mas nítidas. Se apoya despacio. Como la mano que guiaba la mía hace segundos en el control.
De nuevo en tierra. Se termina el juego. La emoción se achica, vuelve a aparecer la vida como es siempre en este medio que camino todos los días. Pero este no. Este fue un día de vuelo.