Salimos a cenar y dejamos Córdoba, la dejamos muy lejos. Irse no fue tan complicado, nos tomó unas cuatro cuadras desde la playa de la calle Maipú, a donde dejamos el auto, hasta la puerta de entrada del hotel boutique Azur Real. A nuestras espaldas quedó la tenue calle San Jerónimo y el bullicio céntrico que casi nunca quiere descansar. Ahí nomas, las primeras escaleras, otra puerta de vidrio y el distanciamiento definitivo de esta ciudad. Entramos buscando un plato de comida en la Semana Gourmet y nos llevamos un viaje.
Llegamos a la recepción y nos indican que restorán está en la parte de arriba: “Suban hasta la terraza y crucen el puente de vidrio”. El Azur Real es un laberinto de espacio y tiempo, y las idas y vueltas de las escaleras parecen sacadas de un dibujo de Escher. Finalmente llegamos. Cuarto piso, puente de vidrio, puerta de madera. Teníamos una reserva para las 21, éramos cuatro y la mesa estaba preparada. ¿Dónde estábamos? ¿en una gran ciudad europea? ¿Roma, París? No sé, pero seguro que ya no en el lugar donde habíamos dejado el auto.
La intención era probar el plato ganador del Torneo Córdoba Cocina 2012 que se servía ayer como parte del programa de la Semana Gourmet. Sólo pedimos la carta de vinos y nos sentamos a esperar fascinados con el lugar. Un restorán chiquito de cálida madera, música suave, libros, cuadros y flores. Unos pingüinos guardados en unos estantes, asilados, a los que hubiésemos invitado sin problema a que nos hagan compañía en nuestra mesa. Mientras esperábamos los platos, el tiempo se discurría en charlas amenas con nuestros amigos. Unos dos brindis porque sí, porque brindar levanta el alma. A nuestra derecha, una charla en italiano. Dos mesas ocupadas en todo el salón.
En ese ambiente extraordinario el tiempo desapareció, y sin poder precisar si esperamos un minuto o una hora, llegó la entrada: Flan de choclo en crujiente de queso de cabra, crema de calabaza y sus semillas en praliné, acompañado con coulis picante de tomate y morrón.
Espuma. Eso parecía. El flan era una espuma deliciosa que se desbarataba en el paladar y que con la crema de calabaza formaba un dúo perfecto. Para tanta suavidad, el crocante de queso de cabra entraba duro como el “Chiqui” Pérez en el fondo del área de Belgrano en el paladar, y eso hacía que cada cucharada sea más sabrosa. El praliné de semillas de calabaza, crocante, duró un suspiro. El picante de tomate y morrón, en su medida justa. Delicioso. Dejamos toda paquetería de lado, había que limpiar esos platos con pan.
Antes de que llegara el plato principal entró al restorán Lucas Cámara, de Encontraté en hebras, y charlamos unos minutos mientras reprimíamos nuestra ansiedad por la llegada de más comida, y nos contó que para la carta del hotel diseñó una infusión, el blend Azur.
Momento de sensaciones intensas, el plato principal: Hojaldre de cabrito cocido al barro, reducción de malbec, mollejas laqueadas, arena de morcillas, salsa criolla, cristal y espuma de papas.
Para qué arruinar con demasiadas palabras tremendo sabor. Un plato colorido por las tres cucharadas de la salsa criolla (exquisita), que rodeaban a la vedette de esa porcelana blanca: el cabrito en hojaldre. Ahora sí, felicidad. Personalmente, me gusta que todos los elementos de un plato estén calientes. La morcilla y el puré (de una consistencia espesa y muy sabroso) se sirven fríos, choca en los primeros bocados, pero después en el paladar se pueden distinguir bien los sabores. Le pido perdón a mis arterias, pero tengo que probar esas mollejas. ¿Dónde está mi copa de Malbec? ya tengo una razón más para brindar esta noche.
Con dos platos, a punto de quedar satisfechos, nos queda un lugarcito para el postre. La cocina del restorán del Azur Real está en subsuelo. De las escaleras, lo primero que se veía cuando la moza subía eran los platos en sus manos, una cadencia que los cuatro festejábamos cuando la comida se empezaba a asomar.
Postre: Bavarois de praliné acompañado de tierra de chocolate, aire de dulce de leche, salsa ganache de arrope de chañar y crocante de dulce de leche.
Bavarois de praliné ¡qué rico! Una bocha que parecía helado pero más sólida. Un sabor típico de la peatonal ¿quién no le compró alguna vez praliné a los puesteros que están en la paradas de colectivos de la Catedral? Para poner alguna referencia, de gusto es parecido al Mantecol, pero en la boca la consistencia es más agradable, cremoso, adictivo. Quiero más. Los marrones que rodean la bocha son complementos ideales.
Risas, anécdotas, sabores y buena compañía. Una noche para no olvidar. Se terminó la comida, se acabó el vino. Antes de salir recorrimos algunos recovecos del precioso hotel boutique. Cierto que estamos en Córdoba. Esperaba cruzar la puerta de entrada del hotel y ver una ciudad brillante afuera, gente, luces, calles anchas, otro idioma y rumbear con destino incierto para después volver a mi habitación. No. Afuera seguía la tenue San Jerónimo, con su asfalto ondulado y desgastado por el peso y el paso de los colectivos. No importa, ya sé que cuando me quiera escapar están las escaleras del Azur Real, un lugar de cualquier parte del mundo, pero que está en esta ciudad.
Moooy bueno!