Ese mediodía de enero en Miraflores cuando el mozo levantó las cejas como haciendo la seña del ancho de espadas debí haberlo sospechado. “Vuelve a la vida” se llamaba la entrada que, en su descripción especificaba “leche de tigre”.
Varias veces había leído la oferta de leche de tigre en cartas de distintos restaurantes a lo largo del viaje. Una vez pregunté qué era y me respondieron con cara de sorpresa: “Pues, ¡leche de tigre!” y un par de risas que no dejaban lugar a volver a insistir.
Pero cuando me dijeron que era una copa de mariscos y pescado muy parecida al ceviche me animé a probarla, ya en el último día de mi estancia en Perú. Y lo cierto es que pensé que habría que estrujar a un tigre para que salga esto que ven acá.