Muchos me preguntaron cuáles fueron mis razones para viajar a India y por qué regresar otra vez. Y ahora que pasaron varias semanas desde mi primer viaje, creo que puedo responder.
No es fácil responder porque cualquier intento de abarcar India en una definición es corto, es irrespetuoso. No creo que sea tan simple, como tampoco es simple explicar por qué Argentina o Córdoba son como son. Por qué queremos regresar, por qué viene alguien a visitarnos.
Por qué pensé en viajar a India
India era un deseo antiguo basado en la mística del exotismo que presenta, la promesa de otras pieles, otro lenguaje, otros sabores y sonidos. La promesa de eso distinto, los miles de prejuicios acerca de eso.
Yo pensaba que iba a maravillarme con algunas cosas, como el Taj Mahal y que iba a impresionarme con otras, como la pobreza que creemos que lo cubre todo, y no fue así. O mejor dicho, no fue “tan” así.
Llegar a Delhi después de 24 horas volando desde Córdoba es una linda cachetada, como les gusta definir a muchos viajeros. Real. Bajar en un aeropuerto enorme, lindo, donde te espera una fila larga de migraciones y mucho papeleo.
A mí siempre me cuesta esto porque algunas veces me tuvieron largo rato con preguntas (quizás por ser de Latinoamérica o por el color de mi piel) y últimamente porque mis dedos se han puesto rebeldes con los lectores de huellas digitales. Tardé un rato en salir airosa de ahí.
Los bocinazos son parte del paisaje sonoro de India. Los autos y motos manejando al límite, casi a punto de chocar (es una impresión mía) el 90 por ciento del tiempo, también. No es lo más lindo, pero con el correr de los días te acostumbrás.
Hasta acá nada diferente. Lo diferente estará dado por la cantidad de personas habitando los espacios públicos: calles, restaurantes, autopistas, veredas, monumentos, bares y plazas.
Se calculan 400 personas por kilómetro cuadrado. Lo más parecido que se me ocurre es un recital o un sábado en Jesús María para la época del festival.
No me canso de contarlo: me dio la impresión de que hay muchos hombres en India. Aunque la proporción no es mucho mayor –51,81 versus 48,19 por ciento de mujeres– ellos se VEN más. La vida pública es mayormente masculina.
Preguntado averigüé que las mujeres en su mayoría se dedican a la vida hogareña, y en zonas rurales las vi cosechando, haciendo albañilería o esparciendo alquitrán en rutas. Eso es algo que está cambiando, claro.
Esto definitivamente “choca” con nuestra visión de la mujer en occidente, y más ahora con nuestra ola feminista que visibiliza más y más las desigualdades. Pero no estaba yo allí para juzgar o criticar, sino para conocer, para aprender.
Cuando me vi rodeada de miles en una esquina importante de Varanasi sentí que India me abrumaba. En otra situación, junto al Ganges, sentí que comulgaba en fe con una multitud pidiendo por sus deseos, por sus muertos.
El la callejuela que conducía a un crematorio cerca del Gath principal me crucé con dos cortejos fúnebres. Menos de un metro me separaba de los dolientes y el cadáver que llevaban en andas sobre una estera. Ellos recitaban mantras, yo no sabía si mirar, si hacerme la distraída. Entendí que la religión no es lo mismo que la espiritualidad.
¿Para qué sirven los viajes sino para ampliar tu horizonte, para cambiar tu perspectiva? Es como subirse a una montaña alta, muy alta, y pensar de nuevo en tus preocupaciones. Se hacen pequeñas o al menos se ven distintas.
En India conocí gente diversa, a veces generosa y otras veces miserable. Conocí a muchas personas. Todos dejaron algo bordado en mi pensamiento, en mis emociones. Tienen las miradas intensas, piden selfies, disfrutan del color en la ropa y la comida.
Por qué regresar a India
Por qué volver a India fue la siguiente pregunta que me hicieron familiares y amigos. ¿Porque está de moda? ¿Porque algunas influencers contagian fascinación por ese continente? No.
Andando en auto por un camino de 400 km entre Khajuraho y Varanasi atravesamos “Tiger Land”, una zona de reservas naturales donde habitan, entre otros animales, los tigres de bengala.
Un venado se cruzó en plena ruta obligando a una frenada intensa. Al costado de la ruta, monos y en el medio, vacas. Siempre vacas por todos lados y todos respetando su camino, su descanso, aún en los lugares más complicados y a cualquier hora.
Las ceremonias de luces y colores tienen un atractivo especial. Los mantras, las canciones, el fuego y la colorida vestimenta no excluyen sino que invitan a participar.
Templos en cada esquina, sobre la ruta, en las calles más pobres y en las avenidas donde están los edificios más caros, los barrios adinerados. Hay dioses y diosas (hablan de unos tres millones) que acompañan la rutina diaria.
Los templos están abiertos y solo hay que quitarse los zapatos, las medias y encerrarse en un oasis de oración, música a veces, tranquilidad.
Cuando el inglés se hacía difícil desde ambos lados lo zanjamos con gestos, con muchas risas. En muchas cosas encontré el lado amable de India, no sé si será cuestión de suerte. Me gustaría estar más tiempo allá para decir algo concluyente.
Encerrar India en una definición, en una “me gusta” o “no me gusta” es para mí inacabado, reduccionista e irrespetuoso. Hay tanto que quedaría afuera, tanto que queda por descubrir.
¿Cómo no voy a querer volver?